Oswaldo Osorio

Tan distintos el uno del otro y, sin embargo, su relación es frecuente, intensa y pública. El tren fue inventado casi cien años antes, al iniciar el siglo XIX, pero el cine, a solo unos pocos meses de su creación, ya lo miraba fijamente. Y no es nada difícil identificar lo primero que tienen en común: el movimiento. Esa es su naturaleza, lo que los define, para lo que fueron hechos. Aunque el movimiento del primero fue para conquistar el espacio, para llegar a cualquier parte, y el del segundo para hacerlo con el tiempo, porque representar la imagen en movimiento era representar también su duración.

Igualmente, tiempo y espacio mantienen un vínculo permanente, aunque más problemático, por no decir tormentoso. El caso es que el cine, como si fuera el perrito de las artes, siempre está atento al movimiento y presto a su persecución. Incluso con una ambigua actitud de miedo y fascinación, la cual empezó desde esa primera vez que los hermanos Lumière proyectaron La llegada del tren a la Ciotat (1896), cuando el virginal público saltó de susto con esa locomotora que parecía desprenderse de la pantalla, y que todavía ese mismo/otro público, ya sin tanta inocencia, aprieta los dientes cuando el pie del héroe se atora en las vías o cuando su carro compite con el tren para pasar primero por el cruce.

Incluso hubo quien les encontrara similitudes como objetos. Dice Manuel Pereira: “…los viejos proyectores parecen trenes frustrados: linternas mágicas con chimeneas de cobre, kinetoscopios repletos de ruedas interiores; tantas manivelas, bobinas, rodillos dentados, tuercas y tornillos sugieren trenes en estado embrionario. Los lentes de proyección recuerdan los faros delanteros de locomotoras y hasta se usaban carbones para producir el arco voltaico. ¿Acaso un ferrocarril no evoca una tira de celuloide deslizándose en el paisaje?”  

Efectivamente, como celuloide en el paisaje, pero eso es mirándolo de lejos, porque observándolo de cerca, como lo propuso Zizek en su Guía perversa del cine (2006) con una escena de la película Possessed (1947), cada ventana del tren (con camarote) puede ser una escena distinta que cambia a medida que pasa lentamente al llegar a la estación. Mientras que el tren, por su parte, devuelve el efecto cuando el mundo se mira desde su interior, donde la ventana es como una pantalla en la que se suceden imágenes que pasan con la fluidez y continuidad del cine, como lo sugería André Bazin; o también el cine puede ser visto como Un tren de sombras, según versa el título de la película de José Luis Guerín (1997).

Por eso el cine, que se especializa en dar cuenta de mundos, ya inconmensurables o diminutos, gusta tanto del tren para ubicar sus historias, desde aquellas en que el tren entero puede ser una representación de la sociedad, como ocurre en Snowpiercer (Bong Joon-histórico, 2013), o en las que en cada compartimiento o camarote sucede una historia distinta: un encuentro entre amigos, como varias veces lo vimos en Harry Potter; descubrir una idea para un doble asesinato, como en Extraños en un tren (Alfred Hitchcock, 1951), o el inicio de un enamoramiento, como en Antes del amanecer (Richard Linklater, 1995). Por lo reducido y limitado del espacio, cualquier experiencia se intensifica en su interior.

El tren para el cine también es un poderoso llamado a la acción, así como propicio para la comedia. Desde el primer western, El gran robo del tren (Edwin S. Porter, 1903), persecuciones, tiroteos, peleas y explosiones han tenido lugar en los trenes. Solo en la saga de James Bond hay cinco títulos con este tipo de escenas, pero me quedo con la de Skyfall (2012); y también, entre tantas otras, es memorable la secuencia del clímax de Volver al futuro III (Robert Zemeckis, 1990); y además, quisiera sumar la casi desconocida El tren del escape (Andrei Konchalovski, 1985), con dos prófugos que se suben a un desbocado tren. En la comedia, por su parte, imposible no comenzar con la ingeniosa e incombustible El maquinista de La General, con un Buster Keaton gigante en ese uniforme confederado que le quedaba grande; y cómo olvidar a los hermanos Marx desmantelando al propio tren para ponerlo a andar: “!Más madera!”, gritaba Groucho. También siempre recuerdo con cariño la dispareja que hacen Billy Crystal y Danny DeVito en Bota a mamá del tren (1988).

Otra cosa es cuando el cine trasciende esa relación material, espacial y visual con el tren y lo asume como símbolo o metáfora. La inexorabilidad del destino representada por la trayectoria única e imparable del tren es una frecuente metáfora, la cual está complementada por el penoso desencuentro cuando dos destinos van en direcciones opuestas. Igualmente, está el tren como laboratorio social, donde es posible ver las jerarquías ya establecidas en el mundo, empezando por las clases sociales, organizadas en el tren por sus grados de confort; o cuando en un mismo vagón hay una muestra representativa de distintas personalidades y orígenes, como sucede en el clásico relato de Agatha Christie Asesinato en el Expreso de Oriente Express (1974, 2017) o en la ingeniosa 8 minutos antes de morir (Duncan Jones, 2011).

De la misma forma, el tren suele ser un claro indicio de la llamada a la aventura, ya sea buscando o huyendo de algo, muchas veces de sí mismos: a un mundo fantástico en El viaje de Chihiro (Hayao Miyazaki, 2001), a uno exótico en Viaje a Darjeeling (Wes Anderson, 2007), a uno de intriga en Transsiberian (Bred Anderson, 2008), a uno de liberación y descubrimiento en El extraordinario viaje de T.S. Spivet (Jean-Pierre Jeunet, 2013), o a uno de oportunidades en La jaula de oro (Diego Quemada-Díez, 2013). Incluso hay muchos usos más simples y comunes, como cuando se pasa de la pareja que está a punto de tener sexo a un corte del tren entrando a un túnel; o cuando su silbido o su paso estruendoso ahogan la palabra, el grito o el disparo.

También hay trenes de cine que son marca distintiva de una época o circunstancia histórica, como los trenes de la segunda guerra mundial y su inevitable asociación con el holocausto judío, como se vio, por citar solo dos, en Europa Europa (Agnieszka Holland, 1990) y en La lista de Schindler (Steven Spielberg, 1993); o la conquista del oeste norteamericano, con películas como Union Pacific (Cecil B. DeMille, 1939) o How the West Was Won (Hathaway, Ford, Marshall 1962); o también la trashumancia de los estadounidenses a bordo de trenes durante la gran depresión económica der los años treinta, que la vimos acompañando a Woody Guthrie en Bound of glory (Hal Ashby, 1976) o en modo universo femenino en Tomates verdes fritos (Jon Avnet, 1991).  

Bueno, este texto se podría extender mucho más con otras tantas variables y temas de este rico y profuso cruce entre el cine y los trenes, una historia de amor entre dos máquinas que empezó desde las primeras películas, pero que cuesta imaginar que terminará alguna vez. Y eso que solo me referí al ferrocarril en particular, porque otra cosa sería hablar del tranvía y del metro, que unen al tren con otro gran amor del cine: la ciudad.

Coda

Es una lástima que esta disquisición no se pueda hacer extensiva al cine colombiano, porque en este país el ferrocarril entró en liquidación a finales del siglo XX, a causa de la codicia de los políticos y de los grupos económicos, que lo dejaron morir –a pesar de ser un sistema más económico y eficiente– para favorecer el negocio de los hidrocarburos, los peajes, los camiones y sus repuestos. Por eso solo existe un largometraje de ficción sobre el tema: El tren de los pioneros (Leonel Gallego, 1986), que apenas si pone a andar al tren, pues se trata más de la biografía de Francisco de Cisneros y sus lides para crear el Ferrocarril de Antioquia. También dan cuenta de este ferrocarril, pero en sus últimos estertores, dos cortometrajes de Víctor Gaviria: El vagón rojo (1982) y La vieja guardia (1985). Seguramente hay otros cortos o pasajes en algunas películas, pero ya sería hilar demasiado fino, porque, a diferencia de la historia antes referida, en Colombia el apogeo del tren y el del cine nunca coincidieron.     

Revista Cronopio No. 104, de junio de 2025.

RECIBA EN SU CORREO LA CRÍTICA DE LA SEMANA