Oswaldo Osorio

Al hablar de la mujer en el cine, es menos relevante su participación en los procesos de producción que la forma como es representada en la pantalla. Que una mujer dirija una película no garantiza que ella misma no reproduzca los modelos heteropatriarcales, así como está comprobado que muchos hombres tienen la capacidad de narrar desde la mirada femenina. Aunque, para el caso del cine colombiano, no ha habido mucha participación de las mujeres en la realización y, ciertamente, mucho menos ha tenido una digna o significativa representación en las películas. Pero eso está cambiando.

Esta diferencia entre el oficio y la mirada está reflejada en los dos libros, no solo clave, sino los únicos que se han escrito sobre el tema en el país: La presencia de la mujer en el cine colombiano, de Paola Arboleda y Diana Osorio (2003), en el que se da cuenta de las mujeres tras las cámaras, desde las esposas de los Di Doménico, pioneros del cine nacional, que se encargaban de coser las pantallas, hasta las ficciones de Camila Loboguerrero y los primeros documentales de Catalina Villar; el otro texto es Mujer, diversidad y cine: Perspectivas de género e imágenes de la mujer en el siglo XXI, de Karol Valderrama-Burgos (2023), donde, luego de dos décadas, sí fue posible ir más allá de su participación en las producciones y se pudo hablar de las imágenes que se han creado de ellas.

En el documental, donde es menos acuciante el problema de la representación, empezó a haber presencia de la mujer desde los años sesenta con Gabriela Samper y Marta Rodríguez, y luego con el Colectivo Cine – Mujer y con Gloria Triana. Pero en la ficción hubo que esperar, justamente, a una mujer, Camila Loboguerrero, para que apareciera esa mirada femenina, ya sea con su simpática adaptación de Bram Stoker en el cortometraje ¿Por qué se esconde Drácula? (1981), o en su ópera prima, Con su música a otra parte (1984). Aun así, son películas en las que el protagonismo y el punto de vista femeninos siguen condicionados por la presencia de los hombres; incluso ocurrió también cuando se trató de una figura del carácter de María Cano, de quien esta cineasta hizo un biopic en 1990.

Y es que para identificar esa representación de la mujer y la mirada femenina en las películas, hay distintas formas de aproximarse y evaluarlo. Empezando por lo básico, se puede cotejar qué tanto las mujeres son sujetos de acción, es decir, si son protagonistas o coprotagonistas; esto puede ser complementado con el conocido test de Bechdel, que evalúa la brecha de género a partir de tres requisitos: deben aparecer al menos dos personajes femeninos con nombres, deben tener una conversación entre ellas y esta no puede ser en torno a un hombre; así mismo, da buenos indicios preguntarse por cómo expresan el deseo en las películas; o también considerar la construcción de lo femenino, es decir, si la película sigue estereotipos como el de mujer alta, rubia o delgada, así como los limitados roles de madre, puta o santa; y finalmente, apelar a Laura Mulvey en su fundacional ensayo Placer visual y cine narrativo (1975), donde propone que la mujer en el cine es un objeto pasivo y sexualizado, dispuesto para la mirada del hombre y para su placer, ya sea de ese hombre que está en la escena, tras la cámara o en la butaca.

En el cine de ficción colombiano, que no pasa de setecientos largometrajes, la proporción del protagonismo entre hombres y mujeres es de siete a uno, pero el cumplimiento de los indicadores anteriores resulta aún más crítico, sobre todo en el cine del siglo pasado e inicios de este. La primera película en la que las mujeres desafían abiertamente al heteropatriarcado –y al sistema mismo– es Mariposas S. A. (Dunav Kuzmanich, 1986), aunque se trata de un grupo de prostitutas, con todo lo que en contra de su oficio pueden tener tanto la mirada femenina como el feminismo.

En películas como Con su música a otra parte y María Cano, así como en muchas otras protagonizadas por mujeres, los personajes femeninos suelen estar influenciados por los hombres y las violencias de género que enfrentan. Su respuesta tiende a ser más reactiva ante el mundo patriarcal, en lugar de estar guiada por sus propios deseos o iniciativas. Esto puede verse en filmes como Confesión a Laura (1990), María llena eres de gracia (2004), Rosario tijeras (2005), Sin tetas no hay paraíso (2010), Chocó (2012), Oscuro animal (2016), Matar a Jesús (2018), Amparo (2022), entre muchos más.

Aunque las luchas por la equidad de género empiezan con fuerza desde la década del sesenta, las transformaciones sociales de esa condición subalterna de la mujer, de sus roles y el uso de estereotipos han sido lentas; no obstante, se han acelerado durante el nuevo siglo, en especial en los últimos años. Se puede designar al movimiento Me Too, que tomó fuerza en 2016 a partir de un tuit, como punto de inflexión. De allí se desprendió una cascada de escándalos y denuncias que, por ser en la industria del entretenimiento de Estados Unidos, se amplificó y tuvo resonancias en el mundo entero. En Colombia, el ejemplo más visible es el activismo del colectivo Recsisters, una organización de “mujeres trabajadoras del sector audiovisual que busca mejorar, dignificar y lograr equidad en los espacios de trabajo, al igual que generar un ambiente laboral sano y de confianza”, según anuncia su sitio web.

En cuanto a la representación, puede verse que en el cine nacional estos cambios se empiezan a reflejar en las películas sobre el conflicto y las violencias, en las que la figura de la mujer, generalmente, ha sido reducida a la condición de víctima, ya sea por el asesinato o desaparición de un ser querido, el abuso sexual, el desplazamiento forzado o incluso todas las anteriores. Así que las transformaciones en esta gran narrativa, como era de esperar, se están vislumbrando de distintas maneras. Valderrama-Burgos dedica un capítulo de su investigación a esas mujeres que, en contextos al margen de la ley, se emancipan asumiendo una posición como guerreras y resistiendo condiciones subalternas, y para demostrarlo se apoya en las películas Rosario Tijeras (2005), Alias María (2015) y La sargento Matacho (2017). Esto se puede complementar con una obra como Matar a Jesús (2018), donde su protagonista decide no seguir revictimizándose por vía del rencor y la venganza, optando mejor por la comprensión y el perdón, deteniendo así, al menos por su parte, la espiral de violencia.

Los demás capítulos del citado libro también ponen en evidencia la presencia de personajes femeninos que desafían los convencionales roles de género y las normas sociales, lo cual puede ser por mujeres que se liberan desde un subversivo silencio (Retratos en un mar de mentiras, Sofía y el terco), o por mujeres que replantean la sexualidad y el placer femeninos, ya sea desde la heterosexualidad (Entre sábanas, La vida “era” en serio, Una mujer), desde el lesbianismo y el homoerotismo entre mujeres (Hábitos sucios, La luciérnaga, ¿Cómo te llamas?) o desde la masturbación y el orgasmo femenino (Señoritas).

Pero hay un tipo de representación de la mujer que se está presentando recientemente, cada vez con más frecuencia, y que lleva la condición y mirada femeninas hasta unas coordenadas inéditas y de una sólida coherencia. Son películas en las que el heteropatriarcado, así como los roles subalternos y estereotipos, si están presentes, es solo para ser desatendidos o dinamitados. Se trata de unas mujeres con una gran autonomía, sin que esto quiera decir que tienen la vida resuelta, mujeres que asumen y aprovechan con carácter estas transformaciones propias de su tiempo, y mujeres cuya vida y decisiones no dependen de los hombres, sin que necesariamente los hayan excluido de su mundo. Eso se puede ver en títulos como Violeta de mil colores (2005), Señoritas (2014), Bendita rebeldía (2020), El alma quiere volar (2022) o cualesquiera de los cuatro largometrajes de Ruth Caudeli.

Aunque me quiero detener en otras cinco películas donde estas características se presentan con mayor nitidez y, sobre todo, que siguen un curso natural de la mirada y los universos femeninos, además de tener una buena cantidad de elementos en común y vasos comunicantes entre ellas. Empiezo por Cristina (Hans Fresen, 2023), en la que, si bien en el centro está la relación de una madre con su hijo, así como algunos hombres que orbitan en sus vidas, la forma en que fue construida y cómo se desenvuelve la protagonista no están definidas solo por sus relaciones con los hombres o por ser madre (algo que sí sucede, por ejemplo, en Amparo o Una madre), sino por una autodeterminación e independencia que moldean su identidad. Seguramente ayudó que Rossana Montoya, la actriz, también fuera la coguionista.

En Una mujer (Camilo Medina y Daniel Paeres, 2017), por su parte, sus directores no temen presentar a un personaje que difícilmente se gana la simpatía del espectador, sino que está lleno de contradicciones y hasta de defectos. Su condición de madre, amante, exnovia o hermana no determina su comportamiento y se conduce con gran libertad y seguridad. Algo similar ocurre con la protagonista de Malta (Natalia Santa, 2024), una joven independiente y con carácter que termina siendo construida con la autenticidad de cualquier personaje ordinario que se pueda conocer en la vida; tampoco es perfecta, incluso un poco hosca y repelente, pero su autora no la juzga, simplemente la pone a existir con naturalidad en su película.

Por otro lado, en una película como La piel en primavera (Yennifer Uribe, 2024), el espectador es testigo de un viaje de autodescubrimiento y libertad de la protagonista en el que se desarrollan unas ideas sobre el placer femenino y su cuerpo, que rara vez están presentes cuando dependen de la mirada masculina. Así mismo, esta ópera prima se conecta con otra película llamada El vaquero (Emma Rozanski, 2024), en tanto que ambas saben desplegar, sin forzarlas, unas dinámicas de sororidad y sutiles atisbos al intimismo femenino. En una y otra, esos entrañables lazos entre mujeres recorren el relato, sin que haya ninguna necesidad al igual que en casi todos los títulos citados en este texto de hacer proselitismo feminista ni gestos obvios de reivindicación de género. Y es que parece que estas nuevas representaciones de la mujer ya ni siquiera requieren estar justificadas por algún discurso o ideología; existen por derecho propio.

Esta mirada consecuente y consistente tiende a ser más afín al cine de narrativa moderna y de autor y, bueno, de autoras, porque con estas películas sí se está equilibrando la proporción de género en la dirección. Porque también hay que decir que el cine más convencional y comercial sigue prolongando los estereotipos y la mirada heteropatriarcal, solo hay que ver películas como El paseo 6 (2020) o La sexóloga (2023).

Asimismo, el protagonismo de la mujer o la intención de proponer una perspectiva femenina no siempre es suficiente, o al menos no para todo el público, pues una película como La mujer del animal (Víctor Gaviria, 2017), por ejemplo, resultó excesiva en su denuncia a la violencia de género, en especial para buena parte de la audiencia femenina; o también habría que mencionar las opiniones encontradas frente al tratamiento que Rubén Mendoza dio a sus cuatro personajes femeninos en Niña Errante (2019). Pero incluso eso, igualmente, es un indicio del cambio, que los límites y variables de esa representación se pongan en cuestión y sean objeto de análisis y debate. Porque lo importante es que ya hay un cambio de paradigma y de referentes en este tema, tanto para cineastas como para el público en general.

 

Publicado en la Revista Universidad de Antioquia, No. 354. Marzo de 2025. 

 

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