Terciopelo azul
Oswaldo Osorio
La edición 137 de la revista Kinetoscopio está dedicada a David Lynch, con escritos que reflexionan sobre su obra desde distintos aspectos, así como críticas a sus películas más conocidas. Este texto se ocupa de uno de esos títulos, de los varios de culto que tiene este autor.
El arte cambia con el tiempo, porque lo que cambia es su efecto en el espectador. Después de haberla visto en su estreno hace cuatro décadas, esta película se antoja menos disruptiva, más inofensiva. Incluso, en el contexto de la obra ya cerrada de Lynch, resulta la más elemental y menos elaborada, pues no tiene la vocación experimental, trasgresora y críptica de Eraserhead (1977), Lost Highway (1997), Mulholland Drive (2001) o Inland Empire (2006); ni la profundidad y solidez en su construcción de The Elephant Man (1980) o The Straight Story (1999); ni tampoco la épica o fabulesca grandilocuencia de Dune (1984) o Wild at Heart (1990); sino que se trata de un relato de género, entre el thriller sicológico y el neo-noir, el cual, de todas formas, tiene un aura turbadora y plantea una premisa inquietante.
Terciopelo azul (Blue Velvet, 1986) comienza ubicándonos en un lugar y tiempo tranquilos e idílicos, donde el cielo es azul, hay coloridas flores y verjas blancas, un mundo soleado y ordenado donde pasan los bomberos saludando y hay bienestar material y existencial. Pero ese mundo se viene debajo de inmediato cuando el padre de Jeffrey, el protagonista, se desploma por un ataque. Entonces esa vida de normalidad cede el paso a otra sucia y caótica, que está solo a un centímetro de la hierba, una realidad malsana a la que Lynch nos obliga a ingresar atravesando una oreja tirada en un descampado.
Ese repugnante portal trae consigo violencia, perversión, desquiciamiento y muerte. Y esa es la gran premisa de esta película, la confrontación entre un mundo de normalidad y otro extraño, siendo Jeffrey el vehículo para pasar del uno al otro y a través de quien experimentamos disímiles emociones, que se hacen más evidentes en el contraste entre las figuras paternas, representadas en su padre reducido en el hospital y en el sicópata de Frank Booth; así como en el campo del deseo y el amor, sentimientos proyectados en la virginal Sandy y en esa mujer fatal que es Dorothy Vallens.
Cuando Jeffrey encuentra la oreja, su curiosidad lo lleva, con la ayuda de Sandy, a investigar lo que hay detrás de ella. Primero lo conduce a Dorothy, con esa estela de tragedia y perversión que ella arrastra, y luego a Frank, incrustado en un universo criminal con su enfermiza horda de maleantes. Pero ¿de verdad es solo curiosidad? Parece demasiado esfuerzo y entrega para abandonar la seguridad de su mundo e ingresar a ese otro desconocido y peligroso. Y Lynch nos da una pista cuando Sandy así lo intuye y cuestiona si su nuevo amigo no es tanto un detective sino un perverso. Jeffrey corrobora que es esto último, cuando, ya siendo un mirón, participa en la secuencia central de la película y una de las más inquietantes y provocadoras, no solo en la obra de este director, sino del cine mismo.
Slavoj Zizek, en su Pedrvert’s Guide to Cinema (2006), dice que “El apartamento de Dorothy es uno de esos espacios infernales de los que está lleno el cine de Lynch.” Y es que en esos veinte minutos que dura esta primera secuencia en ese lugar, Jeffrey empieza como perverso voyerista husmeando entre cajones y espiando a Dorothy mientras se desviste (esta era una de las situaciones que, confiesa Lynch, tenía como base para escribir el guion); luego, cuando ella lo atrapa, él pasa a ser víctima de intimidación y acoso; para después, ya con la llegada de Frank, volver a su rol de voyerista, pero ahora como aterrado cómplice; y finalmente, establece un fuerte pero ambiguo vínculo con esta mujer rota y atormentada.
Terminado todo esto, uno suelta aliviado la respiración. Es tan provocadora, perversa e intensa esta secuencia que, a riesgo de cometer blasfemia ante el culto que se le profiere a esta obra, me atrevo a decir que ella, por sí sola, resultaría un mejor cortometraje comparado con la película entera. Porque mientras el corto sería tan sólido y orgánico en su construcción, así como turbador y cargado de connotaciones; la película se antoja irregular en sus componentes y hasta torpe e ingenua por momentos.
Y en el corazón de esa secuencia, y tal vez de la película misma, está la escena cuando Frank somete a vejaciones y abusos a Dorothy. Porque ese es el momento en que los dos mundos chocan, cuando Jeffrey pierde la inocencia y ya nada podrá ser igual. En el citado ensayo fílmico, de cuño filosófico y, sobre todo, sicoanalítico, Zizek propone tres interpretaciones de este momento: en la primera, identifica a Jeffrey como el niño que ve por primera vez a sus padres teniendo sexo, pero ya como adulto, fantasea con esta perversa pareja como suplemento de la autoridad parental que ya no lo rige; la segunda interpretación dice que la exagerada actitud y gesticulación de Frank es para encubrir su impotencia como padre; y la tercera, aunque reconoce que es una escena de abuso contra la mujer, se arriesga a proponer que, ante la pasividad de Dorothy, lo que busca Frank es despertarla de su letargo y traerla a la vida, o sea, que él sería la fantasía de ella, y así, entre los tres, hay un raro entrelazamiento de fantasías. Remata Zizek diciendo: “No es solo la ambigüedad, sino la oscilación entre los tres puntos focales. Esto explica las extrañas reverberaciones de esta escena.”
Es cierto que en algunos casos es difícil no sentir rebuscadas ciertas interpretaciones del esloveno, pero no se puede negar que mucho de acertadas tienen y dan pistas para hacer otras posibles lecturas, o que, al menos, resultan un estimulante e ingenioso juego de sentidos con ese material tan sugerente y provocador, que incluso el mismo David Lynch de alguna manera lo buscaba y se complacía con ellos.
El asunto certero sí es que esta secuencia es el punto de inflexión del relato, es donde esos dos mundos que propone Lynch empiezan a convivir. Y es que esta doble composición entre una normalidad de bienestar y optimismo, que convive con una anormalidad oscura y criminal, cruza buena parte de la obra de este director, que en este caso Lynch lleva a los extremos de la candidez y la perversión, la candidez representada en Sandy y el ingenuo sueño que comparte con Jeffrey; y la perversión reflejada en las patologías de Frank, que se presentan como un espectáculo grotesco, pero también, por lo desquiciado e histriónico, fascinante.
De hecho, lo importante en esta trama criminal no es tanto su resolución, porque en este sentido quedan muchos interrogantes sobre la coherencia y los móviles de la historia; incluso, la que podría ser la escena del clímax (los asesinatos en el cuarto de Dorothy y la tortura a ella), queda por fura de cuadro. Es evidente, entonces, que a Lynch no le interesaba tanto esta trama, como sí el desarrollo de esos personajes extremos en esos dos mundos en colisión, es decir, lo importante de la película era traer lo aberrante a la cotidianidad, y terminar contaminando esta con aquello.
¿Y lo consigue a pesar de ese final idílico? Por supuesto, porque ese final es una falacia, pues uno no puede ver esas imágenes de igual forma, unas imágenes que, como un guiño irónico del director, coinciden con las del principio: coloridas flores, día soleado, amigables bomberos… Pero ya la inocencia se ha perdido, tanto la de los espectadores como la de los personajes, porque ahora ya sabemos que la vida no es así, sino que vivimos en un mundo aberrante, criminal, perverso y extraño.
Revista Kinetoscopio No. 137, enero – junio de 2025.